Almendro


Lo primero que nos gusto fue el gran árbol en el solar, por anticipado mi Aldo vio algunos helechos colgados en la pared de ladrillo a la vista detrás de él, a mi negro le encantaban las matas y su absurdo cuidado, para mí solo eran arreboles sin trascendencia, plantas ornamentales en las que apenas puse atención antes de entrar a la casa. Pero en este árbol coincidíamos, era un almendro según Aldo, robusto y estaba sano, a punto de cambiar su vestido sin que la dueña de casa supiera, luego de unas semanas sería un árbol de ramas desnudas rayando el sol inclemente de nuestro eterno verano, sus hojas vinotinto a trasluz me parecieron rústicas, antiguas y vintage, muy todo lo que queríamos.

Las habitaciones rondaban el solar y eran generosas en sus dimensiones, sentíamos que sobre nuestras cabezas podían levitar un par de personas más y no tocarían el entramado de bambú que era la estructura de cubierta. Ventanas imponentes en cada cuarto, encajadas en sus marcos de madera maternos, empotradas al adobe con clavos de su misma corteza, dispuestas de tal forma que, si se abrían todas, la casa se escuchaba respirar.

Aldo una noche sudó como bestia en feria, sin esfuerzo o aspaviento, quieto en su posición fetal, empapó la almohada, pecho y entrepierna, entonces se levantó de repente y dijo que algo le olía muy mal. “Precioso es un mal sueño”, le dije mientras se incorporaba, “te traigo agua y cámbiate la camisa”. Ya sentado al borde de la cama asintió. Tomó agua pausadamente y logró elevar sus retinas hacia mí, "hermosa, ¿en serio no sientes el olor?", lo note agotado, como si algo en el sueño lo hubiese exigido mas allá de su piel, "No mi hermoso, no huelo nada raro", sin intentar arrojarlo al limbo le digo, "puede ser una sensación muy fuerte en el sueño, un recuerdo que tienes bien enquistado", sin cambiar semblante responde al toque, "eso debe ser".

Antes de la nueva casa, antes del nuevo solar, mi negro ya venía raro, y no eran las cervezas o el juego de dominó con los vecinos, pues incluso cuando venía ganador se mantenía renegando y pensativo. Aldo tenía algo que faltaba, o que sobraba, igual nunca preguntábamos por eso, cada cual lo resolvía como podía.

Luego del primer sobresalto, Aldo dio brincos sobre el colchón otro par de veces, siempre argumentando no aguantar un olor, "algo que viene del solar", decía con voz enmarañada desde las cobijas. Al tercer episodio, casi cíclico, no lo resistió y tuvo que ir rastreando el olor, no aguataba su falta de noción, no lograba definirlo o referenciarlo, no le encontraba matices comparables, era espeso y pesado, con su cuerpo denso rellenaba sus fosas nasales hasta hacerlo levantar, eso me explicaba cuando terminaba el ritual de meterse los dedos, escarbar y maldecir, tirar fuerte la cabeza hacia atrás y luego hacia adelante, intentando que, gracias a la inercia, ese cuerpo compacto pero intangible, saliera expulsado. Aldo sabia ya que la terapia no tenía efecto, pero aun así la repetía y la repetía, cada vez con más encono, con creciente sevicia hacia sí. 

En las primeras noches, la hediondez se disipó como un rumor, a espaldas de la verdad, se fue dejando a Aldo sin la certeza del origen. luego de un par de noches más, se volvió estable y perenne, ya no fue suficiente esperar paciente sentado al borde de la cama, debía ir a la silla mecedora y después el consuelo de la hamaca fue poco, luego empezó a rastrearlo, y fue claro para el que lo intangible anidaba en el solar. busco en rincones de piso, pared y cielo la existencia de excremento animal o residuos muertos. Se repetía que no había conexión directa con la luna, pues ya lo había contrastado con el calendario y nada tenía que ver, así pues, ese insomne fantasma de aroma fétido, no respetaba el ciclo lunar, solo llega e invadía, justo desde donde el almendro clavaba sus raíces.

Se agencio una barra y la lanzaba sin asco contra el mundo, con el pico en tierra salían chispas al encuentro de las rocas, las nudosas raíces del almendro desviaban los empecinados ataque de la bestia iracunda que ya gobernaba el proceder de Aldo, alguien que fuese desconocido al amanecer. Abrazado al tronco y harto de ron, murmuraba su agonía y su impotencia, sin rendirse prometía seguir asestando al árbol certeros golpes mortales que le revelaran la inmundicia del mundo, esa misma que cundía su casa y que ya no resistía. Convencido ya, luego de 3 días de completa beodez, se decidió por prender fuego a toda la incoherencia que ya era su vida, en ese momento ya sin mí, ausente el hogar, desertor de todas las religiones; el almendro resultaba oportuno para ser mártir, encontró su muñeco de año viejo, el almendro que al final parecía lo único que tenía pies y cabeza en esa casa. Entonces chupo gasolina de la Honda C 90 sin poder conseguir más que un pocillo de liquido y sin decepción arrumo colchones, alacenas, butacas, palos de escoba y periódicos de ayer; todo quedo apilado en estratégico orden junto al almendro inocente. Juicioso empapo cartones con el cuncho conseguido y los metió debajo del atavío incendiario. Mientras las llamas marcaban la ruta de ascenso, Aldo encontró la mecedora que le regalo Peláez, se echo sobre ella confiado en la inercia de su geometría y de un sorbo se bogo una cerveza helada, se prendió un cigarro y puso la media de ron empezada en el piso al alcance de sus manos. Vio sin aspavientos el almendro arder, ahora sin sobresaltos, sus quebrantos fueron arrullo y Aldo entro en profundo sueño, las hojas secas y deshechas en llanto volcánico alcanzaron el tejado primero, se desprendieron después sobre el cielo raso y cortinas, el humo rampante sumía en un mundo colapsado a Aldo, que feliz e ignorante de su destino, destino feliz del que muere sin saberlo, o muerto en el intento inútil de encontrar su origen, durmió su ultimo sueño.

Por: Juan David Muñoz.

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