El gigante enchuspado
Terminé de editar una película de esas que resultan ser
problemáticas de terminar, de esas que te hacen pensar en el fin del mundo,
bueno, en el fin de mundo audiovisual propio. Llevaba varios días encerrado y
como ya no tenía ninguno de mis vicios, sí la comida es un otro vicio, salí a
buscar frutas. Ya hace días extrañaba el pregonar de los vendedores ambulantes
y ahora en la calle no sentía el mismo revuelto de gases y gritos que soportan
las calles diariamente. Una extraña quietud deja escuchar al viento que soplaba
entre los techos. Caminé un poco y pensé que tenía la cabeza aturdida de tanto
editar el final, ese final que tanto me costó resolver.
Pero me quedó clarísimo que no estaba aturdido de finales
cuando me topé con un ser de enorme cuerpo y de aparatoso andar. Justo cruzando
la esquina del mercado casi que soy atropellado por esa mole cubierta
totalmente con un traje de bolsas de basura de plástico negro y grueso, llevaba
guantes quirúrgicos azules en sus manos, cubría sus zapatos con bolsas transparentes
de plástico y remataba su cabeza con un enorme casco para soldar.
Tuve que esquivar a este gigante, el propio enchuspado, que
me recordó a mí abuela diciéndole a la vendedora de envueltos de maíz - Me los
enchuspa por favor...oyó?
Reacciono y veo que casi todas las personas llevan algo
puesto en su cabeza, en sus caras, en sus cuerpos. Algo no estaba bien, así no estaba la ciudad cuándo empecé a
editar esa película que casi acaba conmigo.
Doy unos cuantos pasos y veo a una señora gorda y bajita, va
arrastrando un carrito de compras, y mientras se acerca a mí me voy quedando
paralizado, en cámara lenta, cómo a ocho cuadros por segundo fui viendo que
traía algo extraño en su cara, era una esponja de lavar platos, de esas
amarillas y verde, la traía atada con un elástico blanco que le daba dos
vueltas a su cabeza. La esponja le tapaba completamente la nariz y le llegaba
hasta el labio superior, dejando media boca al descubierto.
Ahí si dije
- ¡No joda! ¿Cómo fue?
No entendía un carajo.
Por: Álvaro Ruiz Velasco
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